Con Rafael Frühbeck de Burgos, que acaba de morir en Pamplona a los ochenta años, se va uno de los mejores directores de orquesta españoles.
Muere el director de orquesta Rafael Frühbeck de Burgos.
Con Rafael Frühbeck de Burgos, que acaba de morir en Pamplona a los ochenta años, se va uno de nuestros mejores directores de orquesta y el primero de entre ellos que fue reconocido en todo el mundo tras la muerte de Ataúlfo Argenta, de quien, tras años de sede vacante, heredaría, tras haberse forjado en la Sinfónica de Bilbao, la titularidad de la Orquesta Nacional de España. Luego llegarían otras como la Sinfónica de Montreal, la de Düsseldorf, la Sinfónica de Berlín –y la Deutsche Oper de la misma ciudad-, la Sinfónica de Viena, la RAI de Turín, la Filarmónica de Dresde o la Nacional Danesa, su último destino como director principal.
Dueño de un repertorio amplísimo, destacaba sobremanera, claro está, en la música española –la zarzuela, Falla- y en el repertorio romántico y posromántico. Así salieron de su batuta inolvidables versiones en vivo o en algunas de las grabaciones que comenzó a hacer –y con los mejores solistas de entonces- a partir de finales de los años sesenta, de obras como Elías y Paulus de Mendelssohn, La infancia de Cristo y la Sinfonía Fantástica de Berlioz, los poemas sinfónicos de Richard Strauss o las sinfonías de Gustav Mahler –quizá la Tercera por encima de todas. O su permanente interés por desentrañar las sinfonías de Beethoven o Brahms. O su magnífico Stravinski, con La consagración de la primavera en cabeza.
Todas las orquestas a las que dirigía sentían por Frühbeck una mezcla de afecto, admiración y agradecimiento que englobaba tanto su capacidad artística como lo bien medido de su método de trabajo. A él le gustaba decir que una de las razones por las que le invitaban tanto en Estados Unidos era porque no perdía el tiempo, iba al grano, conocía a las orquestas y estas le conocían y, sobre todo, decía, porque su forma de hacer música gustaba al público. Por todo ello su nombre estaba siempre en las temporadas americanas y hasta en las quinielas sucesorias cuando las grandes formaciones cambiaban de titular.
Ahora que se nos ha ido habría que recordar también que la relación con el arte de Frühbeck de muchos aficionados de la generación que empieza a formarse casi al mismo tiempo que el maestro comenzara a triunfar no ha sido fácil, pero ha terminado bien. Quiero decir que desde una juventud altiva y presuntamente sabia le pedíamos a quien escuchábamos con más frecuencia –es quien más veces ha dirigido a la Orquesta Nacional- aquello que encontrábamos en nuestros ídolos de entonces. Con el tiempo, él y nosotros habíamos crecido. Él en técnica y sabiduría, nosotros en experiencia y sentido común, hasta que nuestros caminos empezaron a juntarse y finalmente no creo que nadie dudara de su gran categoría como director de orquesta. No lo dudó jamás el público de Madrid, que le adoraba. Cada vuelta suya a su Orquesta Nacional del alma era una apoteosis que en los últimos tiempos se veía, a la vez, transida de una ternura especial al verle ya tan disminuido físicamente. Parece imposible pensar que ya no veremos más a aquel director de orquesta enérgico, de gesto amplio y poderoso, de excelente planta y con el que nos asomamos a tantas músicas. Su último concierto fue en el mes de marzo, en Washington, así que ha muerto casi con las botas puestas, lo que seguramente quería, él, que amaba el trabajo, los aviones, los hoteles, que vivía para la música y para quien la música era pura vida.
Noticia extraída de cultura.elpais.com